Víctima
de la santidad de Dios
Desde agosto de este año 1912, comenzó para mi alma una era
de dolor especial: Yo era una víctima y la santidad de Dios era el verdugo. Me explicaré
si puedo:
Durante las noches y frecuentemente también en el día, sentía
un opresión horrible en el alma, que parecía me iba a dar la muerte. Comprendía
que era el supremo amor al bien y el soberano odio que Dios tiene al mal. Yo
comprendía muy bien que este amor y este odio, como que se estrellaban contra
la sustancia de mi alma, haciéndola sufrir horriblemente. Como si estas dos
manifestaciones de la santidad de Dios quisieran, oprimiendo mi alma, cobrarle
algo que justamente le debía. Con frecuencia esta opresión me hacía sudar
abundantemente y cuando pasaba, no me era posible hacer nada. Quedaba como
destrozada físicamente. Además, aunque quisiera continuar sintiéndola, no me
era posible. La mente no sabía ni pensar. Volvía después, sin que yo lo
procurara.
Viendo que esto duraba mucho y que iba como formando en mi
alma cierto modo de ser que trascendía a todos mis sentimientos, aún los muy naturales,
consulté. Creo que no supe expresar al confesor el fenómeno; pero él me dijo.
Se ve clara la obra de Dios en eso; pero no veo lo que Dios quiere con ello.
Déjese en sus manos aunque la acabe. Él le mostrará lo que se propone. Entonces
ya con la aprobación del superior, le hice a Dios este ofrecimiento:
Santidad infinita de Dios, quiero ser vuestra víctima.
Tomadme como os plazca y consumidme como holocausto vivo al contacto de vuestra
santidad. Vuestro amor e inclinación soberana al bien y vuestro odio infinito al
mal, sean como el fuego que consuma el holocausto.
Dos días después Dios me hizo conocer que había recibido mi
pobre ofrenda pero que no la tomaría de una vez, sino lentamente, debido a mi cobardía.
En esta vez, inmediatamente después de esta revelación, sentí un peso como
inmenso de mis propios pecados y de los ajenos. Con luz muy clara vi entonces,
cómo no hay en la tierra ni en el infierno, lugar tan bajo que lo sea más que
yo, de donde se sigue que el más vil lugar, me honraría grandemente.
Sigue pues, Señor, tomando tu víctima y no me escasees
dolores si ellos han de consumar el holocausto.
Comprendo que mi camino único y seguro es el de la
humillación. Dos cosas hay que hacer: La una es mía y la otra es tuya. La mía
es humillarme constantemente y la tuya, es santificarme
levantando sobre mis ruinas un monumento de vuestra gloria. Comprendo que
mientras más me humille, más gloriosa será para Ti mi santificación. Por eso
anhelo lo humillación, como el sediento desea las aguas. Más todavía: Anhelo la
humillación con un deseo que comprendo ser emanado de vuestro mismo corazón y
que tiene fuerza casi divina. ¡Deja pues que me aniquile a impulsos de vuestra santidad
infinita!.
Ni con estos actos, mi opresión calmó; pero me entregué a la
santidad de Dios, con toda el alma. Este fenómeno duró hasta que estuve en la misión
y comprendí que las dificultades y trabajos del apostolado me aliviaban lentamente
de su peso, hasta que desapareció dejando su lugar, a otro.
Autobiografía – Santa Laura Montoya.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario